lunes, 14 de septiembre de 2015

POSTPROSA POÉTICA


       Usted escribe ese relato sobre la dura niñez de un inmigrante subsahariano en la costa levantina. Después lo corrige hasta la extenuación y decide enviarlo a concurso. Como no consigue ningún premio, opta por publicarlo en una revista especializada. La retribución que le ofrecen es mínima. Usted acepta de todos modos.
       Algunos años más tarde su relato, que hasta entonces había pasado totalmente desapercibido, empieza a ser comentado con cierto interés en los círculos de crítica literaria de la capital. Interesa sobre todo en el campo de la teoría de la literatura, a juzgar por las noticias que usted recibe, ya que por lo visto el uso que usted hace del lenguaje es relativamente novedoso en el género. Su nombre empieza a sonar, aunque sólo entre especialistas.
       Hacia finales de año, un renombrado articulista le menciona de pasada –pero con calculada intensidad– como uno de los principales renovadores del relato en lengua castellana, señalándolo como heredero directo de una serie de escritores que usted detesta. El articulista defiende que su relato La costa propone “no sólo una inequívoca solución al problema de articulación forma/fondo en el relato posmoderno, sino además –y principalmente– una nueva perspectiva desde la que abordar las relaciones entre sociedad y literatura”. Lo que le importa a usted (que siempre ha odiado todo cuanto tenga que ver con literatura social) es que este elogio le permite firmar un jugoso contrato con una de las editoriales más punteras del país.
       El año siguiente usted es invitado a formar parte, en calidad de ponente, en una conferencia que aborda el futuro del relato como género literario. Declina la invitación porque, honestamente, no tiene la más mínima idea del tema. Además, le molesta que algunos colegas escritores que antes le tenían por persona independiente empiecen ahora a sospechar de sus intenciones, cuando lo cierto es que usted no tiene intenciones de ninguna clase, al margen de seguir escribiendo. Usted no es un teórico ni un renovador del lenguaje. Usted ha escrito un relato personal y ha tenido cierto éxito. Si los medios y algunos colegas se empeñan en exagerar sus méritos… pues mejor para usted. Aprovéchelo mientras pueda.
       En marzo de ese mismo año surge, nace, aparece, es acuñada o simplemente vomitada la denominación de marras, “Postprosa poética”, para referirse a la corriente que, a tenor de lo defendido por un sector importante de la crítica salmantina, usted acaba de inventar.
       En pocos meses la editorial con la que firmó le pide una selección de relatos tempranos –relatos que usted desprecia, juzgándolos poco maduros– que resulta ser un éxito de ventas. Su libro más vendido. Y el más comentado, porque, según ciertos especialistas, “en él se hallan ya, en germen, todos los hallazgos formales que el autor de La costa desarrolla en obras posteriores”. A medida que se teoriza sobre su estilo, su intertextualidad, sus influencias, su lenguaje y sus propuestas, usted tiene cada vez más la sensación de ser otro: ni reconoce a los autores que señalan como maestros suyos, ni considera su estilo como “anglosajón”, ni cree estar demasiado interesado en las relaciones entre poesía y cuento corto. Ni, por supuesto, tiene vocación de renovador. Y duda mucho que su obra vaya a ser “profunda y radicalmente seminal”.
       El siete de diciembre algún entusiasta abre un perfil en una famosa red social con el lema “Postprosa poética”. En el foro de debate participan miles de usuarios, entre ellos varios escritores jóvenes (y relativamente conocidos) que se disputan la legitimidad como “dignos herederos” de la prosa de usted. Se dividen en dos facciones: los postprosistas, interesados en resaltar sus logros formales –y, sobre todo, en hacer de ellos un camino a seguir– y los postpoéticos, claramente influenciados por su etapa estructural (?!). Cuando, pasadas algunas semanas, la disputa es llevada hasta sus últimas consecuencias –y finalmente se estanca–, los internautas (escritores o no) solicitan que usted se posicione. El revuelo mediático es tal que usted no puede permitirse el lujo de permanecer callado. Además, la crítica, que desde un primer momento se ha mofado de los jóvenes escritores que le siguen, también aguarda impaciente su veredicto.
       Usted decide convocar una rueda de prensa a finales de mayo. Llegado el día D hace su entrada en un salón de actos atestado de público y periodistas. La presencia de cámaras de televisión recuerda más a las premieres del mundo del cine que a un evento literario. Usted atraviesa el pasillo que le separa de la mesa, cegadoramente iluminada, donde piensa aclarar el malentendido. Dejará claro que no se ve a sí mismo como un renovador del uso del lenguaje, que no se siente heredero de los maestros que se le imputan, que odia el relato posmoderno, que la literatura social no le interesa en absoluto, que el futuro del relato depende tan sólo del talento y la ambición de los nuevos escritores, que el término Postprosa poética le parece una horterada, que su estilo tiene de anglosajón lo que un pimiento de Padrón tiene de catalán, que difícilmente puede haberse volcado en las relaciones entre poesía y cuento siendo usted tan mal lector de poesía, y que las pugnas entre postprosistas y postpoéticos le parecen oportunistas y poco fundamentadas.
       Usted toma asiento, coge el vaso de agua que reposa sobre la mesa, da un trago para aclarar la voz, comprueba el micrófono, da los buenos días a la concurrencia y se propone comenzar cuanto antes. Así lo hace: “Hace algunos años publiqué un relato titulado La costa. En él narraba la dura niñez de un inmigrante subsahariano en la costa levantina”. En ese momento, justo cuando los flashes de las cámaras centellean ante sus ojos, el pánico le invade y le impide continuar. Enmudece. Se levanta sin mediar palabra, dando el acto por concluido frente al estupor general que planea sobre el salón de actos, también enmudecido. Pero cuando usted está atravesando el pasillo para dirigirse a la puerta de salida, para escapar definitivamente de allí, el público también se levanta, esta vez para inundar de aplausos el recinto. Aplausos para usted, presumiblemente por su laconismo involuntario, usted, el héroe –dirán mañana– que se niega a entrar en el juego de los críticos o de los imitadores, el escritor deliciosamente excéntrico, el poeta. Varios estudiantes universitarios le cercan al final del pasillo. Quieren que les firme un autógrafo.
       Usted siente unas terribles ganas de liarse a puñetazos con todo el mundo, cosa que afortunadamente termina haciendo.