jueves, 27 de noviembre de 2014

LA INVENTORA DE PALABRAS


      No todo el mundo sabe que mi madre es una gran inventora de palabras. Todos los viernes por la tarde nos reunimos para tomar el té y, mientras dura el encuentro, tratamos de encontrar un significado preciso para sus últimas creaciones, vocablos aparentemente ininteligibles que mi madre nos regala desinteresadamente. Ella dice, por ejemplo, que el té blanco de vainilla está especialmente “albástrico”, y entonces yo comprendo que se refiere a su sabor delicado, a su forma de colorear la taza, a su magnificencia. Otras veces bautiza mis relatos como narraciones “ofrendóticas”, queriendo decir, supongo, que son el resumen de un regalo. Pero bueno, lo que nos interesa ahora es que, hace un par de semanas y sin previo aviso, mi madre dejó de inventar palabras.
       Desde entonces estoy muy preocupado por ella, sobre todo porque me consta que la invención de palabras era su principal entretenimiento. Sin embargo, ella me asegura que el abandono de su actividad responde al deseo de culminar una tarea que se propuso desde el principio: buscar una palabra que las resuma a todas. Mi madre, por cierto, cree haber encontrado esa palabra. Y claro, ¿por qué diablos querría seguir creando palabras habiendo encontrado la definitiva? Ahora estoy más tranquilo, porque, si bien se niega a comunicármela por teléfono –al igual que ustedes ignoro las razones–, ha prometido escribirla en una carta.
       Hoy, revisando mi correo en el buzón, me he encontrado con esta broma pesada. Algún trastornado habrá escrito la dirección de mi madre a modo de remitente, porque yo sé que mamá sería incapaz de enviarme este sobre, esta carta que consiste en un folio amarillento, una hoja gastada en la que sólo se puede leer la palabra “Mierda”. Seguro que ha sido el hijo del vecino, que ya las ha hecho peores.