lunes, 8 de septiembre de 2014

EL GATO


       De repente se va la corriente eléctrica. Examinamos el cuadro de luces alumbrándolo con un mechero; todo correcto, qué raro. Tras unos segundos de duda, oímos exclamar a alguien desde un punto indeterminado del edificio: “¡Es sólo en el nuestro!”. En efecto, asomándonos a la ventana comprobamos que todos los bloques de viviendas de nuestra calle siguen perfectamente iluminados. Palmira y yo, que llevábamos un par de horas vegetando en el sofá –son ya las dos de la madrugada–, encendemos un par de velas y nos vamos a la cama. No tardamos en oír –parece que en el descansillo– al vecino de al lado que llama a su gato, probablemente fugado durante el apagón. Me levanto, me pongo las zapatillas y salgo de casa para echarle una mano. Él busca al gato en la azotea, yo hago lo propio en el piso de abajo. Misión infructuosa. Media hora más tarde volvemos a nuestros respectivos hogares –mi vecino, como es lógico, algo más preocupado que yo– y trato de conciliar el sueño. Palmira está ya dormida. 
   En mitad de la noche, adormilado, noto un ronroneo casi imperceptible. Al principio creo que es Palmira, que duerme a mi lado, pero después constato con relativa certeza que el sonido proviene del salón. Enciendo la lámpara de la mesilla de noche –la luz ha vuelto– y, sin levantarme de la cama, intuyendo lo que ha pasado, llamo por su nombre al gato del vecino. Una sombra peluda cruza el umbral de la puerta del dormitorio y se acurruca a los pies de nuestra cama. Superado mi inicial sobresalto concluyo que horas antes el gato, asustado seguramente por la repentina falta de luz y aprovechando la excursión al descansillo de su amo, huyó por error de su domicilio y, quizás desorientado, se deslizó hábilmente hasta mi puerta, justo en el momento en que decidí abrirla precisamente para ayudar a mi vecino en la búsqueda del animal. Factible. Dudo entre llevarle el gato a mi vecino de inmediato –no son horas, aunque él probablemente siga despierto y preocupado– o aplazar la entrega, por lo menos hasta el alba. Me decanto por la segunda opción. Palmira sigue durmiendo.
      A la mañana siguiente, muy temprano, el vecino llama a nuestra puerta para darme las gracias por mi participación en la tarea conjunta de la noche anterior y, sin disimular su alegría, me asegura que su gato se había escondido debajo de una mesa camilla y que no se había movido de su escondite en toda la noche. Cuando cierro la puerta, todavía confuso, adivino la silueta del que ahora es mi gato saltando desde el sillón al sofá. Después vuelvo al dormitorio. Ni rastro de Palmira.