lunes, 18 de agosto de 2014

UN BOTÓN


    Estará usted preguntándose, querido lector, cómo voy a sorprenderle ahora, qué absurda historia pienso hilar con la idea (usted supone –y supone bien–) de un botón en mente. Le pediré, en primer lugar, que eche un vistazo al botón que le quede más a mano (quizás el botón superior de la camisa, bajo el cuello, quizás el botón que protege su intimidad allá abajo, donde se unen las dos filas de dientes de su pretina). Contémplelo unos segundos. Repare en su función y en su forma, en su relieve. Piense ahora en su mujer –si la tiene–, en su madre, en sus amistades más cercanas, en alguno de esos pegamentos que sutilmente nos resguardan del frío del mundo; capte la analogía. Proceda después a descoser ese botón y guárdelo, como si de un bien muy preciado se tratara, en algún lugar que usted juzgue seguro.
          Cuando mañana por la mañana usted sea incapaz de abotonar del todo su camisa, o de hacer callar la boca grosera de su pantalón, recoja de nuevo el botón abandonado y devuélvalo a su lugar habitual de residencia. Cosa. Abotone. Regodéese en la sensación de indudable alivio. Pero, ante todo –y esto es lo verdaderamente importante–, constate su dependencia con respecto a ese botón, su necesidad, note de una vez por todas que está usted por completo a su merced.
          Y por último, si lo cree oportuno, puede usted irse a trabajar como si no hubiera pasado nada, o bien, si ha entendido el propósito de este relato, quizá debiera despedirse de su mujer y de sus hijos con alguna excusa elaborada, cualquiera que se aleje retóricamente –si bien no a nivel intencional– del ya harto recurrente “voy a por tabaco”, que es una fórmula más bien chabacana, absolutamente vulgar y carente de gusto. Después celébrelo a su manera, pero recuerde que estas cosas sólo pueden celebrarse en soledad.