jueves, 14 de agosto de 2014

EL TAXISTA


      Abro violentamente la puerta del taxi y digo “a la estación de tren, por favor”, al tiempo que dejo caer mi culo sobre la parte derecha del asiento trasero y despliego el periódico con un suspiro. El taxista, un sesentón en el que entonces no había reparado y que probablemente sonríe ya como un demente, enciende el intermitente y abandona la parada de taxis con cierta prisa, asegurándome que hoy no habrá atascos en el centro.
      Justo antes de llegar precisamente a una de las arterias principales de la ciudad, el taxista eleva su mano derecha por encima del hombro y comprendo al instante que quiere mostrarme algo. Sujeta entre los dedos una fotografía que –supongo– quiere que yo examine. La recojo con cuidado y observo a una pareja en la playa de Aguete (la reconozco al instante por el puerto, porque solía ir a menudo hace años). Todavía no me he dado cuenta de que la figura masculina es él, cuando escucho un susurro grotesco: “¿A que es guapa?”. Yo asiento, digo “sí, sí que lo es. ¿Es su mujer?”. El taxista sonríe y señala la fotografía como diciendo “por supuesto que es guapa: es guapísima, imbécil, es mi mujer”. Después le devuelvo la foto, él la guarda y cambiamos de tema. Ella parecía mucho más joven que el taxista.
     Semáforo en rojo. El taxista coge aire y me pregunta a bocajarro si yo creo que él es guapo; empiezo a sentirme un poco incómodo y suelto definitivamente el periódico. “Bueno, se conserva usted muy bien”, sentencio, y el taxista parece conforme con mi análisis. Acelera de nuevo y dejamos atrás el cruce. Permanece callado durante unos cinco minutos, dedicando furtivas miradas a otras fotografías que interrogan desde el salpicadero. Parecen niños, acaso sus hijos, quién sabe. Después se ríe. Tomamos la avenida hacia la estación.
      A medida que nos aproximamos a nuestro destino, el taxista parece más y más abatido. Cuando sólo faltan unos cien metros para llegar al aparcamiento de la estación, saco mi cartera del bolsillo para agilizar el trámite del cobro. “¿Cuánto va a ser?”, le pregunto cuando se suponía que debía empezar a reducir la velocidad del taxi, pero, lejos de hacerlo, se vuelve hacia mí y comienza a acelerar sin dejar de mirarme fijamente a los ojos: “Son diez euros”, me dicen sus dientes apretados.
       Entonces entendí.
    El resto fue un grito, y un muro, y después una habitación de hospital. Y más tarde, algo menos aturdido, descubro a mi derecha una figura vagamente familiar: un taxista escayolado que me observa desde su camilla, un sesentón al que ya imagino de vuelta en su casa, completamente solo, ojeando sus viejas fotos y sonriendo como un demente.