lunes, 23 de junio de 2014

UN SECUESTRO


       El pintor recibe la llamada: Una voz distorsionada dice: “Tenemos su cuadro. Calle Princesa veintisiete. Venga solo, ni se le ocurra avisar a la policía”. El teléfono lanza entonces un biiip interminable y Adelino se pregunta una vez más por qué él, por qué su cuadro.
       Como es la primera vez que alguien secuestra uno de sus lienzos, el pintor no sabe muy bien qué se supone debe hacer en una situación como ésta, así que da vueltas por su habitación pensando la forma más adecuada de afrontar el problema. Asustado, Adelino descarta provisionalmente la idea de contactar con las fuerzas del orden y decide finalmente acudir en solitario a la cita –tal y como le han ordenado– llevando consigo su indispensable cartera –aunque no le han dicho cuánto tendrá que pagar por el rescate– y su chaqueta gris, que le da un aspecto de mafioso muy acorde con la coyuntura.
       Adelino toma la avenida principal; camina nervioso, suda a mares. Después tuerce hacia la calle Princesa y se pone las gafas de sol (no le agrada la idea de que algún colega del gremio le descubra cediendo a chantajes). Cuando llega al número veintisiete, el pintor lee la placa metálica fijada a un lado del portal: “De Castro y asociados. Secuestradores. 1ºB”. Estupefacto ante la clara falta de pudor por parte de los malhechores, Adelino entra en el edificio y sube las escaleras de dos en dos, fingiendo una prisa que en realidad no tiene.
       Junto a la entrada de la oficina, el pintor tiene que repetirse que lo que está viviendo es real, que la práctica del secuestro, tras duros años de clandestinidad, se ha corporativizado, que unos señores trajeados –probablemente también muy amables– le atenderán solícitos en cuanto pulse el timbre que tiene ante sí. Pero en realidad esta última maniobra carece de sentido, porque Adelino descubre que la puerta, al igual que la del portal, está solamente arrimada, así que se desliza en el interior del 1ºB con una sombra de duda y varios interrogantes curiosos bailando en su cabeza.
       El pintor contempla a su derecha, a lo largo de un estrecho pasillo, una docena de obras pictóricas firmadas por otros tantos reconocidos artistas de su ciudad. A su izquierda, dos puertas; según rezan sus respectivos letreros, una sala de espera y el propio consultorio. La primera habitación está vacía y descuidada: ni rastro de esperadores. La segunda tiene un llamador antiguo y Adelino no duda en utilizarlo. –Adelante, pase usted– escucha al otro lado de la puerta y, una vez dentro, Karen De Castro levanta la vista del escritorio –le estábamos esperando. 
       –Yo sólo quiero mi cuadro –acierta a exclamar el pintor tras un silencio inicial verdaderamente insoportable–. No entiendo nada de esto, no sé qué se traen entre manos, pero el cuadro es mío; lo he pintado yo y quiero que me lo devuelvan. 
       –Será mejor que tome asiento y se tranquilice, –dice Karen tras encender un cigarrillo –esa actitud no le va a servir de nada con nosotros. Verá, sabemos perfectamente que el cuadro es suyo, es decir, sabemos que lo ha hecho usted y reconocemos su autoría. Pero no estamos dispuestos a devolvérselo así como así, que por algo lo hemos secuestrado. Usted díganos cuánto cree que vale y quizás podremos llegar a un acuerdo; no nos pongamos salvajes.
       En ese momento, Adelino decide hacer caso a la señorita De Castro y se sienta en el sofá que está frente al escritorio. Después se quita las gafas de sol y juega un rato con ellas en sus manos. Obviando por el momento la sensación de absurdo que le atenaza, considera que el cuadro al que ambos se refieren es una de sus mejores obras. –De acuerdo, dígame cuánto quieren por el cuadro y dejémonos de tonterías. 
       –Ha olvidado usted que estoy esperando su oferta –contesta Karen irritada–. Aquí tenemos siempre muy presente la opinión de nuestros autores.
       El pintor calcula que su cuadro valdría, en el mercado legal, unos tres mil euros. 
       –Estoy dispuesto a ofrecerle mil euros por él –musita al fin cabizbajo y vagamente convencido. 
       –¿Cómo dice usted? –Karen apaga el cigarrillo con rabia en el cenicero –¡No me haga reír! Sabemos cuánto dinero se paga habitualmente por sus obras. Inténtelo otra vez. 
       –Muy bien –Adelino quiere acabar con esto de una vez, desea volver a su casa, llamar a la policía y olvidar la afrenta cuanto antes–. Le doy dos mil euros, es mi última oferta.
       Karen se levanta sonriente de su asiento y se dirige hacia el armario empotrado que está detrás del escritorio; después revuelve un rato en su interior y extrae el cuadro. Entonces se lo da al pintor. –Espero que haya traído efectivo, no aceptamos cheques.
       Adelino llega al portal de su casa al anochecer, con el cuadro bajo el brazo y una pose desvencijada. En el ascensor coincide con Rosa, la vecina del quinto derecha, que observa de reojo su obra. –Vaya, qué bonito cuadro lleva usted ahí. ¿Es suyo? –el pintor asiente absolutamente cansado, ido–. Eso es interesante, porque mi marido y yo estamos pensando en invertir algún dinero en arte, no sé si me entiende... sabemos que usted es un pintor... pues eso, bastante conocido, digamos. 
       –No diga más, señora. Se lo vendo por cinco mil euros, precio de amigo –contesta Adelino a la desesperada.
         Para sorpresa del pintor, doña Rosa acepta sin regatear.
       Dando vueltas por su habitación, pensando en cómo explicar a la policía los detalles del secuestro, Adelino posterga el momento de coger el teléfono. Por supuesto que lo hará, quizás no hoy, pero seguro que mañana. Es sólo que estas cosas ya se sabe cómo son; que si el papeleo, los trámites, la burocracia y al final a uno no le hacen ni caso la inmensa mayoría de las veces.