lunes, 12 de mayo de 2014

UN ERROR


       El científico se sienta en su sofá, se rasca detrás de la oreja y, después de espantar un par de moscas, descubre que la Teoría de la relatividad descansa sobre presupuestos erróneos. Se sirve una copa de vino, coge lápiz y papel (sonríe discretamente) y descuelga el teléfono del salón mientras ensucia unas cuartillas explicativas. Biiiip, biiiiip,... Sí, soy yo. Dame la extensión de Richards, tengo una noticia bomba. No, no, tú dámela. Vale, espero. (...) Ajá... bueno, pues pásame tú directamente. Ok. (Vuelve a sonreír, ahora abiertamente y con un punto de vanidad malsana). ¿Richards? ¿Estás ahí? Sí, todo bien, pero déjame explicarte... No, no es por eso, calla y escucha: Einstein se equivocaba. No, imbécil, ya sé que sabes que se equivocaba, maldita sea, pero te digo que se equivocaba de verdad, absolutamente en todo. No, no he estado bebiendo. ¡Te digo que no, que acabo de servirme la primera copa de vino en meses! Estaba sentado en mi sofá y... ¿Recuerdas aquel artículo que publicó, años atrás, un tal Hudson en Universal Science? Pues el caso es que estaba pensando en eso y... ¿Tienes papel a mano?
    Horas más tarde, el científico cuelga el teléfono y ríe ya histéricamente. Alterado, no sabe si celebrar su descubrimiento o recluirse durante días a investigar –todo tiempo es poco– las implicaciones del mismo. Provisionalmente se inclina por redactar su refutación de la Teoría de la relatividad, primero en lenguaje natural, más tarde en lenguaje matemático. La primera tarea le resulta complicada y superflua, pero se repite que, de cara a la divulgación popular, la comunidad científica debe –en la medida de lo posible– hacer inteligibles sus logros, máxime cuando se trata de descubrimientos tan revolucionarios. Teniendo siempre en mente la obra de T. Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas, fantasea con la posibilidad de convertir su hallazgo en un best seller del siglo veintiuno. Cuando termina el esbozo de un posible guión, aderezado con frases sueltas que habrán de ser fundamentales en el transcurso de la obra, prepara café y comienza su demostración matemática. Richards, tal y como él esperaba, coincide en que lo más adecuado (antes de dar a conocer siquiera la borrosa intuición a las publicaciones especializadas) es precisamente eso: enviar una refutación definitiva que imposibilite la propagación de rumores e incertidumbres, pues estos podrían ensombrecer temporalmente su labor investigadora. Manos a la obra, se dice el científico. Vayamos paso por paso.
       Hacia las cuatro de la madrugada, sin saber todavía a ciencia cierta si se debe al cansancio extenuante que lo aborda desde hace un buen rato, el científico descubre un error en su demostración. No puede ser, vacila entre sorprendido e incrédulo, y revisa con ahínco todos los pasos desde el principio. Pero cuando llega al teorema del paso número ciento cuarenta y siete, el científico confirma la omisión de un paréntesis fatal, un absurdo signo recurrente que ha pasado por alto y que invalida con su restablecida presencia todo su trabajo. Muy poco dispuesto a dar su brazo a torcer, vuelve a enfocar la demostración, ahora desde presupuestos muy diferentes, pero respetando la idea de la refutación inicial. Recurriendo a fórmulas que en ningún momento de la noche creyó necesario emplear, el científico avanza a través de los instantes en la estructuración de la demostración matemática definitiva. Tras una pausa para el enésimo café encuentra, como por descuido, un cero que sobra a la derecha del paso doscientos quince y frunce el ceño desconsolado. Indeciblemente terco, el científico empieza de nuevo, etcétera, etcétera. Esparciendo sus papeles por el suelo del salón, se autoconvence de que una refutación de la Teoría de la relatividad es en sí motivo más que suficiente de orgullo, por mucho que él mismo no sea capaz de demostrar, en el transcurso de una sola noche, aquello que pretende. Quizás sea cierto que no puedo llegar tan lejos, que no seré (de momento) un T. Kuhn del siglo veintiuno, se dice en una pulsión de alegría atemperada. Mañana se lo contaré a Richards en la facultad.
        Al día siguiente, una figura indeterminada le espera en la puerta de su despacho. –No te lo vas a creer– le dice su colega entusiasmado –tenías toda la razón, lo he comprobado esta misma noche– asegura Richards blandiendo un manojo de folios cuadriculados. El científico fuerza un gesto de complicidad, abre la puerta de su despacho, invita a su amigo a entrar y, dirigiéndose al fondo de la habitación, dándole en todo momento la espalda a Richards, dispone del tiempo suficiente para ocultar en la manga de su chaqueta un abrecartas que yace sobre la mesa, un abrecartas con empuñadura de cuero, precioso, obsequio del propio Richards.