jueves, 15 de mayo de 2014

ÍDOLOS


       A Olegario le gustan muchas cosas, pero lo que más le gusta es la música de Elvis Costello –en especial sus tres primeros discos (años setenta y siete, setenta y ocho y setenta y nueve, respectivamente)–. Es una lástima, piensa, que en sus álbumes posteriores no haya alcanzado el mismo nivel de maestría; así que decide componer todos esos discos que el propio Costello fue incapaz de dar a luz.
       Provisto de una guitarra Fender Jaguar, vagas nociones de solfeo y una rica experiencia musical, Olegario ensambla un repertorio de más de cincuenta canciones que, además de geniales, suenan inconfundiblemente ajenas. Después las edita y distribuye en formato digi-pack, como sin duda le gustaría al artista inglés. Ustedes no tienen por qué saber (aunque deberían) que Elvis Costello está vivito y coleando; pues bien: aquí está la gracia de la historia.
       El caso es que el venerado compositor se presenta una tarde en la sede de la compañía discográfica para la que trabaja Olegario, exigiendo no sé qué porcentajes, ni se sabe qué dividendos, y vaya usted a saber qué derechos de reproducción. Olegario, que entonces se encuentra en una de las oficinas del fondo del pasillo, asoma por pura curiosidad su cabeza para ver qué está sucediendo en el vestíbulo. En ese momento, las miradas de los dos compositores se cruzan. Nuestro amigo reconoce al instante a su ídolo, que se encamina con paso firme hacia la mirada que tan intensamente le admira allá al fondo. 
     Ahora tómese usted su tiempo para decidir de quién hablamos cuando decimos “nuestro amigo”, porque yo, sinceramente, ya no lo tengo nada claro.