lunes, 5 de mayo de 2014

HOMBRE INÚTIL


       La vida dista mucho de ser una celebración para Hombre Inútil, un extraño personaje que conocí en un viaje de negocios a la península de Estolequia. Me llamó la atención, en primer lugar, porque tuve que ayudarle a atarse los cordones de los zapatos en las escaleras del hotel donde nos alojábamos, y, en segundo lugar, porque me vi obligado a empujarle la cena por la garganta esa misma noche en el restaurante. La mañana siguiente recibí una llamada de Hombre Inútil por el teléfono interno del hotel; quería saber si podía ayudarle a vestirse. Hasta aquí hemos llegado, pensé mientras me encaminaba hacia su habitación, pero una vez crucé el umbral de la puerta, al verlo tan desvalido, opté por apaciguar mi excitado ánimo y cedí condescendiente. No puedo creer –le dije sin embargo– que usted no sea capaz de vestirse por sí mismo. Él se limitó a sonreír con una mueca bobalicona.
     Lo curioso del caso es que Hombre Inútil es un genio de los negocios. Sus principales valedores atestiguan que su olfato financiero no tiene rival en Wall Street y que varias veces ha estado a punto de ser el hombre del año en la revista Time. Precisa, eso sí, de una cohorte de intermediarios para llevar a cabo sus operaciones. Intermediarios que –eso me aseguró Hombre Inútil entonces– estaban en huelga por suspensión de pagos cuando coincidimos en aquel viaje a Estolequia.
       No voy a negar que el enterarme de su situación me hizo sentir muy poderoso. Podía pulverizar la influencia de Hombre Inútil en cuestión de días o, mejor incluso, podía aprovecharme de su astucia canalizándola en beneficio propio. Bastaba, según su propio testimonio y mi reciente experiencia, con dejarle encerrado en aquella estancia, completamente incomunicado. Si accede a colaborar, recuerdo haber considerado, me haré insultantemente rico: al diablo todos mis problemas. Lo até provisionalmente a una silla, bajé la persiana y desconecté el teléfono.
       Durante la primera media hora de interrogatorio –qué empresas suben, cuáles bajan– tan sólo fui capaz de arrancarle un par de frases aisladas, en absoluto relacionadas con el universo financiero. “Tengo hambre” decía finalmente, o “tengo frío”; una vez “quiero cagar” e, inmediatamente después, “límpiame el culo”. Me rendí transcurridos dos días; telefoneé a los servicios sociales desde mi teléfono móvil y cogí un avión de vuelta a casa. Durante el vuelo conjeturé que quizás Hombre Inútil se querellaría contra mí a causa del secuestro. Descarté esta opción por inconsistente: un hombre que no sabe atarse los cordones de los zapatos tampoco estará en condiciones de denunciar a nadie.
        Hoy, hojeando las noticias, descubro anonadado que Hombre Inútil ha sido galardonado con el Premio Nobel de economía. Sin soltar el periódico me encierro en el aseo –las ocho en punto: como un reloj– y relajo mis esfínteres mientras termino de leer un elogioso editorial centrado en los logros de mi antiguo secuestrado. Mi mujer, desde el dormitorio, pregunta si me queda mucho para acabar. “No”, contesto, “ahora, en un rato”. Quince minutos después le grito desde el váter “¡Cariño!” “¿Qué quieres?”, contesta. Sé sólo entonces que, si digo lo que se me está pasando por la cabeza, habré quemado mi último cartucho. Aferrado a una vaga corazonada, decido apostar: “¡Cariño! ¿Podrías hacer el favor de limpiarme el culo?”.