miércoles, 30 de abril de 2014

HOSPITALIDAD


       Anacleto se ha dado cuenta de que una de las baldosas de su cuarto de baño está suelta. Cuando se decide a levantarla –quizás con la intención de cambiarla, quizás por simple aburrimiento– descubre, agazapado, a un hombre diminuto que, según afirma, lleva toda su vida viviendo allí debajo. Anacleto se sorprende al principio (figúrense ustedes), pero se esfuerza en comprender. Qué hace usted viviendo aquí, buen hombre, le pregunta maravillado, y recibe un encogimiento de hombros por respuesta. Aquí es donde vivo, aclara el hombrecillo, y supongo que es usted el malnacido culpable de las goteras. Descolocado, Anacleto asegura a su inquilino que no sabía nada y que eso no volverá a pasar. No se moleste, dice el hombrecillo con un atisbo de rencor, hay más casas como la suya. Después huye por el váter y Anacleto, que se siente culpable, enciende un cigarrillo y reflexiona. Cómo puedo yo sentirme responsable de un hombre diminuto que ni siquiera me ha pedido permiso para instalarse bajo una de las baldosas de mi cuarto de baño. Quizás si me hubiese informado de su estancia, yo habría aceptado sin problemas. Pero ese tono que ha empleado, ese “hay más casas como la suya” me parece del todo intolerable.
      Al día siguiente Anacleto comenta el suceso a algunos de sus amigos. Los hombrecillos de las baldosas tienen muy mal genio, sentencia Ramón; son gente totalmente imprevisible, apostilla Rubén. Pero tú tampoco destacaste nunca por tu hospitalidad, añade Paco incapaz de olvidar cierto fin de semana. De vuelta en casa, abatido, Anacleto levanta a golpe de martillo las baldosas restantes de su cuarto de baño en busca de más hombres diminutos, en busca también, por qué no decirlo, de comprensión y de cariño, porque en el fondo está convencido –y además se dispone a convencer a sus inquilinos– de que no es cierto, de que no encontrarán jamás una casa como la suya.